La Organización Mundial de la Salud definió el término “salud” como “el estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de dolencias o enfermedades”.

Esta definición ha sido criticada por ser excesivamente optimista. Si se la toma en todo su rigor, ¿quién podría afirmar que de verdad está sano? ¿Quién puede gozar de un “completo” bienestar en todas las áreas de la vida? Quizás sería mejor proponer un concepto de salud más realista, en vez de una definición prácticamente inalcanzable. Aunque también es posible que lo que la OMS pretenda sea tender siempre hacia un ideal que, desde luego, no existe ni se ha alcanzado ya.

La fe cristiana entiende la vida como un don que debe vivirse en toda su plenitud. Esto atañe también, por supuesto, a la salud física.

El hombre fue creado por Dios para vivir, no para enfermar y morir. En el propósito inicial del Creador no había lugar para ninguna forma de mal. Desde este planteamiento, cualquier tipo de enfermedad es algo que contradice el plan original para el ser humano y, todavía hoy, sigue estorbando el ansia natural de vivir que anida en el alma de la criatura humana.

Es verdad que los deseos divinos fueron truncados prematuramente por la rebeldía del hombre y que, desde entonces, la humanidad padece sus dolorosas consecuencias. Sin embargo, la lucha de la medicina actual contra la enfermedad y el sufrimiento continúa siendo absolutamente legítima. La humanidad tiene el deber moral de conseguir para sí, las máximas cotas posibles de salud y plenitud vital.

No obstante, esto no quiere decir que deba caerse en una sacralización de la salud o en los antiguos planteamientos del epicureísmo que consideraba la búsqueda del placer y del bienestar físico, como el fin supremo del hombre.

Es cierto que la salud debe ser considerada como un bien, pero no es el bien absoluto. El creyente tiene que saber aceptar las limitaciones propias de su naturaleza presente. También el amor fraterno, la solidaridad con los necesitados o la entrega por el reino de Dios y la proclamación del Evangelio, pueden demandar de nosotros que seamos capaces de exponer nuestra seguridad personal, de arriesgar la salud o incluso la vida (1 Jn. 3:16 ).

Admitir y aceptar la enfermedad, cuando ya se han procurado todos los recursos espirituales y médicos para curarla, constituye un síntoma de madurez ya que supone reconocer la condición humana y saber afrontar la realidad del mundo en el que vivimos. No hay por qué sentirse fracasado cuando se pierde la salud.

Para el cristiano, la propia enfermedad puede ser una auténtica escuela de madurez y descubrimiento de la verdad. Como dijo el apóstol Pablo: “Por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Coríntios 12:10).

Antonio Cruz Suárez

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